Esto, le sucedió a una amiga, dejemos que nos lo cuente.
“Estuve enferma por mucho tiempo. Un buen día
me desperté y grande fue mi asombro al ver que yacía en el fondo de mi ataúd.
Miré a través de la ventana de vidrio del ataúd y vi a mis familiares y personas extrañas reunidos. Todos
en estricto luto, vestían prendas oscuras. Yo, les hacía señas con los ojos,
para decirles que estaba viva. Pero ninguno de los que se acercaban a
despedirme se detenían a mirarme a los ojos, todos inclinaban el rostro,
murmuraban frases incomprensibles y se retiraban”.
Una señora dirigiéndose a los demás dijo: “Alguien
más va a morir, ha muerto con los ojos abiertos”.
“A momentos me daban ganas de soltar unas
carcajadas por las muecas que hacían. La ceremonia fúnebre continuo a
desarrollarse sin que yo lograra obtener la atención de ninguno. Me llevaron. Mi
ataúd en hombros de mis amigos recorrió la calle que va a la iglesia, a la
municipalidad, a la casa donde había vivido y después de pasar por varias
calles, al cementerio”.
“En el
cementerio varias cuadras de nichos ocupaban el entero espacio circulado por
muros. El portón de bronce se abrió pesadamente para dar paso al ataúd. El
aroma de flores frescas y marchitas se
mezclaban a los otros olores de cementerio”.
“Me dije a mi
misma, ‘no me dejaré enterrar viva’ y en un esfuerzo sobrehumano emití un
gemido de ultratumba ‘No me entierren por favor, estoy viva todavía’. Algunos
se voltearon a mirarme en una actitud sospechosa y escéptica y se dieron por no
enterados de mi situación”.
“Los
panteoneros subieron el ataúd y lo colocaron en el nicho que me habían asignado
en el mausoleo de la familia donde estaban enterrados mis abuelos y tíos. Al final
de la ceremonia fúnebre, fueron retirándose uno a uno. Sólo se quedaron un par
de voces que litigaban para tamponar la
entrada del nicho. Desesperada, viendo que no me quedaban esperanzas de
decirles que no me enterraran. En un último esfuerzo, empecé a dar puñetes y
patadas al ataúd. Seguramente hice tanto lío, que escuche a mis enterradores huir
dando gritos despavoridos. Aún no logro explicarme de donde saque fuerzas para
abrir el ataúd a medias. Había un reducido espacio entre el ataúd y la bóveda
del nicho. Apoyando las manos en la bóveda y los pies en el ataúd fui empujando
como quien empuja una canoa en el río. Menos mal que no habían tenido tiempo de
sellar la entrada del nicho. Por lo que el ataúd se desplazó cayendo al piso
provocando una estampida que invadió el
cementerio. A duras penas me colgué de la pared y me deje caer lentamente, para
mi suerte no era muy alta, apenas superaba mi estatura unos decímetros”.
“En el
cementerio era todo silencio. No tenía miedo, más bien alegría por haberme
salvado de ser enterrada. Reflexione un momento de qué camino tomar para
regresar a casa. Pensé en caminar, pero no me recordaba bien que calle tomar.
Entonces decidí que tomar un taxi sería mejor. Trepe las rejas de la puerta del
cementerio, una vez en la calle busque un lugar concurrido para pedir que me
indicaran donde tomar un taxi. Apenas me veían, todos sin excepción, se cubrían
la boca y aceleraban el paso sin darme tiempo de dirigirles la palabra. Entonces me miré para ver qué
aspecto tenía. Tenía puesto la mortaja franciscana, al verme así, di un grito
de susto. ‘De razón, ninguno quiere encontrarme’. Me escondí detrás de un muro
y empecé a desnudarme. Les diría ‘unos ladrones me han asaltado, y como no me
dejaba, por venganza me han dejado desnuda’. Así evitaría a que me tengan miedo
y huyeran al verme”.
“Con esta
estrategia logre tomar un taxi, con la promesa de pagarle cuando lleguemos a la
dirección. Les diré que jamás me había sentido tan feliz de estar desnuda. El
taxista mirándome de reojo, con miradas compasivas, se sacó la camisa y me dijo ‘cúbrase un poco
amiga, antes de que me ponga a llorar, por vergüenza ajena’. El taxista quiso
saber de mi historia. Cuando le conté, casi me abandona a mitad del camino.
Tuve que rogarle y jurarle que no le haría daño para lograr convencerlo que me
haga llegar a mi destino”.
“Una vez en
casa rogué al taxista para que avisara a mi esposo, de mi regreso. Como me lo imaginaba, ni mi
esposo, ni los parientes que asistían a la ceremonia post fúnebre le dieron
credibilidad hasta que me vieron asomar semidesnuda, con la camisa del taxista
cubriéndome las nalgas y la zona pudenda y con una mano en los senos. Todos corrían hacia el fondo de la
sala, gritando ‘traigan el agua bendita, pobrecita, es su alma que está penando’
“Al
contarles mi historia, los presentes se convencieron de que estaba viva. Mi
esposo me trajo ropa limpia y me vestí en el baño de la sala. Los amigos
brindaron a mi regreso. Llamaron una orquesta y bailamos hasta que rayó el alba”.
Colorín
colorado este cuento se ha acabado.
Autor Jibaro